Luisa Cid Se suceden días
cambiantes de otoño, de intervenciones de telediario, de diputados en el Congreso, juicios de pequeñas y grandes
corrupciones, mensajes de precampaña y tantas otras cosas que nos entretienen.
Hay personas bendecidas con la capacidad de abstraerse de
este pugilismo extraño que es la política. Mientras algunos contemplamos lo que
sucede en el ring, jaleamos a uno u otro púgil y nos limpiamos las gotas de
sangre o sudor que a veces salpican al
público tras un buen punch, otros salen a fumar, a ligar, a leer la prensa o ni entran en la sala,
porque afuera hay un mundo lleno de otro tipo de pasiones y, en definitiva,
cada uno encuentra sus estímulos donde quiere y puede.
Cuando hace un mes escuché la entrevista que hicieron a Pedro
Sánchez, mi atención estaba dividida porque, al mismo tiempo, sostenía una
novela que no acababa de engancharme y mi gato reclamaba perezoso que le atusase el
lomo. Pero, como a todos, me llamaron la
atención los más de treinta “yo soy el
Presidente” que pronunció Sánchez. Muchos pensamos que algo así sólo puede ser
fruto de una patología freudiana de
libro.
Ya unos días antes, en medio de la borrachera de currículos y ridículos, su
rictus cuando Rivera le pidió que explicase lo de la tesis, su gesto en el
despropósito del besamanos, o el “os vais a enterar” que algunos le escucharon
mascar entre dientes en el Congreso de los Diputados, le quedaron muy de
pandillero a lo West Side Story, bien vestido y repeinado, pero un armabroncas
de callejón con mucha ira dentro.
Mejor contención demostró cuando en el Congreso del Instituto
de Empresa Familiar celebrado estos días en Valencia, los empresarios le manifestaron
abiertamente su preocupación al entender que está dañando gravemente a su país
para mantenerse a toda costa en la Presidencia del Gobierno. Cuentan los que
estuvieron que el Presidente se vio completamente aislado, como un adolescente
enfurruñado incapaz de socializar.
Quizá es el momento de
reflexionar en serio sobre las competencias necesarias para gobernar a
46 millones de personas y manejar 450.000 millones cada año. Si de una
selección de personal para un puesto de alta dirección en una gran empresa se
tratase, para pasar la criba serían analizados al detalle formación,
experiencia, competencias y cualidades personales como inteligencia, empatía o
madurez. Una gran empresa no juega con
esas cosas. Un país no debería.
Estos meses de Sánchez en el Gobierno nos hacen pensar
en una imponente nave, surcando un mar picado, a veces embravecido, manejada
por alguien que no sabe demasiado ni de
barcos, ni de navegación, y que pulsa botones de colores brillantes esperando
que algunos funcionen: Franco, separatismo, Iglesia Católica, subida del SMI e
impuestos o reformas constitucionales express. Entre tanto, la tripulación, desorganizada, da
instrucciones contradictorias generando aún más caos mientras los pasajeros
observan atónitos y la tormenta arrecia. Algunos revisan las grietas del casco e insisten
en la importancia de cuidar de los
elementos que dotan de estabilidad a la nave. Muebles, vajillas y pasajeros se
tambalean, algunos perciben el peligro tanto del oleaje como de los absurdos
golpes de timón. No hay botes para todos pero,
desde el puente de mando, el Capitán sonríe a la cámara, afirma que
nunca han estado mejor las cosas y repite que todo irá bien mientras los músicos
sigan tocando.
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