Detalle de una parte de un monumento fallero con el lema "València renace" en la Ciudad del Artista Fallero. EFE/Biel Aliño
El 10 de marzo de 2020, a tan solo cinco días de la esperada semana de Fallas, la Generalitat Valenciana anunció la suspensión de las Fallas debido a la crisis sanitaria provocada por el coronavirus. Fue una decisión sin precedentes que dejó a la ciudad en un estado de incertidumbre y tristeza. Durante más de un siglo, la fiesta había sobrevivido a guerras y conflictos, pero esta vez el enemigo era invisible y amenazaba la salud de toda la población.
La decisión llegó cuando Valencia ya estaba completamente inmersa en el ambiente fallero. Los monumentos comenzaban a tomar forma en las calles, los casales bullían de actividad y el olor a pólvora llenaba el aire. Cada día, miles de personas asistían a las mascletàs en la Plaza del Ayuntamiento sin imaginar que en cuestión de horas todo cambiaría radicalmente.
El anuncio fue un shock para la ciudad y, aunque al principio se habló de un posible aplazamiento, la declaración del estado de alarma el 14 de marzo confirmó lo peor: las Fallas de 2020 no se celebrarían en su fecha habitual. Fue la primera vez en la historia moderna que la fiesta se cancelaba por completo, dejando a Valencia sin su evento más emblemático y sumiendo a la población en un ambiente de incertidumbre.
El golpe económico y cultural
Las Fallas no son solo una celebración popular, sino también un motor económico clave para la ciudad. La cancelación de la fiesta provocó pérdidas estimadas en más de 700 millones de euros. Talleres de artistas falleros, indumentaristas, pirotécnicos, floristas y empresas de montaje vieron cómo su actividad se detenía de la noche a la mañana. Muchos de estos negocios, que dependen en gran medida de la actividad fallera, quedaron en una situación crítica, y algunos no lograron recuperarse.
El sector hostelero también se vio gravemente afectado. La ocupación hotelera, que en condiciones normales superaría el 90 % durante las Fallas, cayó en picado. Restaurantes, bares y locales de ocio perdieron una de sus temporadas más lucrativas, lo que, unido al confinamiento posterior, supuso un duro golpe del que tardaron meses en reponerse.
Pero más allá del impacto económico, la suspensión de las Fallas de 2020 supuso una pérdida cultural y emocional para los valencianos. La fiesta representa una identidad, una forma de vida y una tradición que se transmite de generación en generación. La ausencia de la Ofrenda de Flores a la Virgen de los Desamparados, de las mascletàs, de los pasacalles y de las verbenas dejó un vacío en la ciudad y en sus habitantes, que nunca habían imaginado un mes de marzo sin su celebración más querida.
Las Fallas aplazadas y su regreso en 2021
Inicialmente, se barajó la posibilidad de celebrar las Fallas en julio, pero la evolución de la pandemia hizo inviable cualquier intento de reprogramación. Finalmente, en septiembre de 2021, Valencia pudo recuperar su fiesta, aunque con restricciones. Fue un regreso marcado por la emoción y la prudencia: los actos se celebraron con aforos reducidos, se mantuvieron medidas de seguridad y las aglomeraciones fueron limitadas. Aun así, la ciudad volvió a llenarse de pólvora, música y arte efímero, marcando el inicio de la recuperación.
Desde la suspensión de 2020, las Fallas han cobrado un significado especial para quienes las viven con pasión. El recuerdo de aquel año en el que todo se detuvo sigue presente en la memoria colectiva de los valencianos. Ahora, cada mascletà, cada cremà y cada acto de la fiesta es visto como un símbolo de resiliencia, una muestra de que la cultura y la tradición pueden superar incluso las circunstancias más adversas.
Cinco años después, Valencia sigue mirando hacia adelante, pero con la lección aprendida de que las Fallas son mucho más que una fiesta: son el alma de la ciudad, un patrimonio que debe cuidarse y celebrarse con orgullo, conscientes de que su ausencia en 2020 dejó una huella imborrable en la historia de la ciudad.
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