Juan Vicente Yago Los
coches eléctricos, para cuya generalización ya no falta mucho, dejarán de ser
coches —igual que los móviles dejaron de ser teléfonos— para engrosar la
nutrida caterva de los objetos de moda. Cuando ese momento llegue, nadie
carecerá de uno, y el silencio reinará de nuevo en Valencia como en los tiempos
del carro y la bicicleta.
Iremos por la calle hablando bajito para darnos
cuenta del rumorcillo sutil con que se acercarán los vehículos; seremos
discretos, como los nórdicos, y perderemos la parte ruidosa de nuestra meridionalidad.
El tráfago será el mismo, pero con sordina. Los dueños de los automóviles a
motor que pervivan se asustarán de su propio estrépito; circularán con el
cuello tieso, moviendo los ojos a uno y otro lado, circunspectos, dignos,
avergonzados.
La gente les apuntará con dedo acusador por contaminadores y,
sobre todo, por estridentes. La paz se impondrá; una quietud beatífica lo
invadirá todo y el bullicio urbano, que seguirá existiendo, cobrará visos de jira
campestre. Descubriremos en la ciudad el nuevo locus amoenus, el ágora clásica rediviva, la feliz arcadia que
llevaba siglos enterrada bajo la carbonilla del gasóleo.
No habrá estruendo ni
contaminación, y los ayuntamientos de izquierda se quedarán sin coartada para
prohibir el coche a los burgueses. Tendrán que deshacer los carriles para
bicicletas y devolver la fluidez que robaron a las avenidas; la gente
recuperará la libertad para desplazarse al abrigo de la meteorología; y el
transporte público, vivero de gripes y diarreas, quedará reducido al mínimo.
No
harán falta sensores acústicos ni medidores de monóxido. El aire será puro y el
silencio un hecho. Los transeúntes miraran de soslayo al vocinglero del bar, al
vestigio de latinidad, al troglodita mediterráneo que hiera con sus mugidos el
recién estrenado tímpano septentrional. La muchedumbre se volverá más fina, más
elegante, más glamurosa, más educada. Cundirá la sofisticación y, por tanto, el
rechazo de la grosería y sus formas políticas.
El neobolchevismo tiene los días
contados. Expirará con el advenimiento de los coches eléctricos. Aunque siempre
quedarán grupos de nostálgicos reuniéndose a escondidas, no del poder, sino de
su mismo vecindario; amantes de la imagen romántica que tiene la resistencia,
la sociedad secreta, el anarquismo y la masonería; palurdos que atronarán la
noche con viejas motocicletas, traicionando el ecologismo que siempre fingieron
y dejando a la vista su verdadera, única e invariable motivación: el odio al
progreso.
De manera que tan pronto la propulsión eléctrica domine la calle los
vehículos privados perderán el agarradero ideológico; ya no serán utilizados
para castigar a una clase social porque no habrá excusa ninguna para ello.
Serán tan limpios y silenciosos como las bicicletas, aunque tan superiores en
confort y seguridad como siempre. Valencia será una balsa de aceite, con unos
burgueses tan ecológicos como los hippies
—hoy denominados perroflautas—; pero la paz será sólo aparente: la inquina
proletaria, que se aliviaba humillando al vehículo privado, no tendrá escape y
se irá concentrando soterradamente, aumentando su compresión, mordiéndose las
uñas y mesándose las barbas, ahogándose con la impotencia de contemplar al
automóvil entre las múltiples alternativas autorizadas de movilidad, tan válido,
tan ecológico, tan intachable y tan administrativamente inatacable como
cualquiera.
No habrá justificación para el veto a las cuatro ruedas. La lucha
de clases pasará entonces del consistorio a la calzada y surgirá, sibilante
como escape de vapor, la gamberrada. Al andrajismo de casa bien le chincha que
los burgueses no se apunten a la sandalia y al bolsito en bandolera, y puede
que si no consigue obligarles con el argumento de la contaminación se lance a
perturbar, con el alboroto de su furia, el silencio recién estrenado. Así que no
es descabellado pensar que del futuro silencio surja más ruido.
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