Francisco López Porcal Quizá el epígrafe elegido para ilustrar estas líneas remita al lector a ese drama rural que estrenara Jacinto Benavente a principios del siglo XX en el Teatro de la Princesa de Madrid y que tantos éxitos cosechó con posterioridad en representaciones teatrales, cine y televisión de la mano siempre de grandes actores.
Pero también hace referencia al título que el escritor Rafael Chirbes le dedica a la capital del Turia en su ensayo ´El viajero sedentario´, una reflexión sobre los mecanismos que construyen la ciudad. La visión que nos presenta el autor de Tavernes de la Valldigna tras la lectura de este capítulo, resulta ciertamente dolorosa. Y no por exagerada o tremendista, al contrario, simplemente por su análisis tan certero.
A esta ciudad le pasa algo y no se sabe por qué razón, su diagnóstico es que no se quiere a sí misma. Admitir esta valoración puede resultar una afrenta cuando el forastero, sobre todo el viajero que se desplaza desde otros países de Europa, descubre lo que la conciencia del aborigen no percibe.
Existen ciudades que de lejos ya manifiestan su belleza y esplendor, no necesitan mayor presentación. En cambio otras, no se muestran a primera vista, cuesta descubrirlas. Y en el caso de Valencia resulta peor. Es el tipo de ciudad que vive replegada sobre sí misma como si no quisiera que se le molestara. No quiero intrusos, parece clamar. Dejadme dormir el sueño de mi historia y de mi pasado. Acaso, ¿a quién le importa mi acervo cultural?
Los propios moradores lo han entendido así, y pasan de puntillas para no despertar a la vieja señora más de dos veces milenaria. Esa actitud ha provocado su propia invisibilidad en el resto de España. Una ceguera que luego se torna en lamentación contra quien está respetando ese sueño eterno, al comprobar que otros lugares sin tanto mérito acaparan la atención de propios y extraños provocando en estas tierras un injusto victimismo.
Esa falta de interés del gran público, sus ciudadanos, aquellos a los que no se les ha educado en la consideración hacia la memoria del lugar donde viven, se ha visto incrementada por una clase política que tampoco ha defendido el patrimonio histórico-artístico como una de sus prioridades electorales. Estas cuestiones no suman votos. Otras, en cambio, más vistosas y atractivas que reinan en los mass media televisivos sí que tienen luz verde, cuesten lo que cuesten. De ahí surgen tantas derivas, olvidos, criterios cambiantes con poco fundamento que denotan el poco interés hacia todo el gran acervo cultural que atesora esta ciudad.
Hace poco tuve la ocasión de visitar en dos ocasiones casi seguidas el Museo de la Ciudad situado en el Palacio del Marqués de Campo o de los Condes de Berbedel, pudiendo comprobar de cerca las buenas colecciones que encierra. De entre todas me llamó la atención una interesante muestra de óleos de los siglos XIX y XX de pintores valencianos.
Aunque sin duda lo que colmó mi interés fueron los ocho grandes lienzos de José Vergara, fundador de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos y sin duda el máximo exponente de la sensibilidad academicista en la Valencia de la Ilustración. De este pintor se guardan obras en numerosas pinacotecas de toda España, entre ellas el Prado y las Reales Academias de Valladolid y la de San Jordi de Barcelona, además de las pinturas al fresco que hoy pueden admirarse sobre todo en iglesias de Valencia y en las salas de San Pio V.
Mi sorpresa fue en aumento cuando comprobé que en las dos visitas efectuadas me crucé con dos personas durante la primera y la señora de la limpieza en la segunda. Por desconocimiento, por indiferencia, no sé en realidad los motivos, pero los Vergara no tenían público para ser admirados, cuando muchos valencianos toman el AVE para visitar el Museo del Prado, el Thyssen o el Reina Sofía, teniendo aquí un patrimonio que ni se conoce ni se valora en su justa medida.
Por cierto, en la iglesia de Santa María de Jesús, resto del convento que fundara María de Castilla, reina de Aragón y esposa de Alfonso el Magnánimo, el visitante curioso puede admirar la bóveda al fresco de la Capilla de la Comunión decorada por otra de nuestras grandes figuras, Vicente López Portaña, pintor de Cámara de Fernando VII y autor igualmente de diferentes obras en otros templos valencianos, además del Museo de Bellas Artes y desde luego muy bien representado en el Prado. Pero no importa, silencio, no despierten a la vieja señora. Es mejor tomar el tren a Madrid para admirar lo que en Valencia ni conocemos ni valoramos.
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