Francisco López Porcal He
de confesar el riesgo que entraña la defensa del castellano como
lengua vehicular de todo el Estado sin correr el riesgo de someterse
a una etiqueta cualquiera, porque vivimos tiempos de precintos o
marchamos que te fagocitan hacia corrientes de pensamiento
monolíticas y dictaduras ideológicas, como si este mundo se
redujera al blanco o al negro. Asistimos pues como espectadores a la
progresiva radicalización de una sociedad cuyos ciudadanos prefieren
vincularse a los grupos de opinión afines que a contemplar criterios
diferentes. Un camino equivocado si uno tiende a buscar la verdad,
porque no olvidemos que la libertad de pensamiento es fruto de la
capacidad de análisis del propio individuo, una facultad cada vez
menos orientada desde una enseñanza que debería fomentar más el
debate y el pensamiento para que los estudiantes, la sociedad futura,
y lamentablemente la actual, no se conviertan en vasallos de la
estupidez y la zafiedad, víctimas de los intereses ideológicos y
socioeconómicos que marcan las pautas del mundo de hoy. Quien quiera
entender lo que ha sucedido para llegar a la situación de simpleza
en la que nos encontramos, puede verificarlo al comparar el grosor de
cualquier libro de texto de Filosofía de hace treinta años con los
actuales. Y no hablemos del abandono que sufren las Humanidades en el
Bachillerato, las lenguas clásicas, de ahí la pobreza intelectual
de muchos de nuestros jóvenes universitarios que ignoran la cultura
grecolatina.
España no puede permitirse tener una Ley de Educación que vaya cambiando
según el partido o la coalición gubernamental que ostente el poder,
en lugar de alcanzar acuerdos fundamentales que eviten la decadencia
del nivel educativo. En cuarenta años de democracia hemos tenido me
parece que ocho leyes de educación, una cuestión nada favorable
para un país. Pero he aquí la inmoralidad de nuestros políticos,
incapaces de llegar a consensos para conseguir salir de la peor
crisis que sufre España, no solo en materia educativa. En su lugar
se dedican a intercambiarse insultos y gracietas con una jactancia y
una provocación intolerables, como las de los ya habituales, que
mirando al tendido enarbolan un tronío similar a la escena de
aquella famosa aria del toreador Escamillo de la Ópera Carmen de
Bizet, mientras las colas del hambre aumentan cada día o Canarias se
llena de pateras incontroladas. Menos mal que han renunciado a la
tentación de incrementar sus remuneraciones. En este punto es cuando
el ciudadano aprende a distinguir al político, que solo piensa en la
manera de ganar las siguientes elecciones, del estadista que trabaja
para mejorar el futuro del país.
Y
uno de los pilares clave del progreso de una sociedad es precisamente
la Educación, por eso resulta escandalosa la aprobación de una
polémica Ley por la mitad de un Parlamento entre protestas y
aplausos, una Ley que, entre otras disposiciones, arrincona el
castellano en aquellas Autonomías que debieran asumir un modelo
bilingüe en igualdad de oportunidades. Nunca he sido partidario de
la imposición de una lengua sobre otra. Tan mal me parece la actitud
de superioridad de aquellos que niegan la lengua vernácula, que no
la hablan ni la escriben porque ni la soportan ni son capaces de
conocer su literatura, como también estoy en desacuerdo con aquellos
colectivos que imponen de manera inquisitorial el valenciano sobre el
castellano. En La Ribera, como supongo que también ocurrirá en La
Safor, hay niños escolarizados en línea valenciano que desconocen
la parte del cuerpo llamada espalda. Bien empezamos para que estos
escolares alcancen en adelante una deseable riqueza de expresión y
fluidez en castellano. Se ha cambiado la supremacía del “hábleme
en cristiano” por una Auctoritas que vigila a quien habla
castellano en la intimidad de una improvisada conversación en uno de
los pasillos de estos colegios, una exclusión intolerable de unos y
otros por ensalzar una lengua sobre otra. Los grandes perdedores son
los jóvenes de territorios en teoría bilingües que no tendrán
acceso, sin menosprecio por la otra lengua, a la riqueza cultural de
un idioma como el castellano que es la segunda lengua vehicular
mundial detrás del inglés. De esta manera en estas Autonomías se
está produciendo y se incrementará todavía más si cabe la pobreza
del idioma oficial del Estado, elemento de cohesión de toda España,
un criterio que no obedece a ninguna concepción educativa, sino a
una cesión política a los nacionalismos.
En
Catalunya resulta llamativa la situación. Rechazan el castellano
porque cohesiona con una gran parte de la población y del resto del
Estado. Quieren una lengua propia, el catalán, pero no porque la
consideran solo propia de aquel territorio, sino por convertirla en
bandera del separatismo, todo un empobrecimiento de la sociedad
catalana, decía al respecto el poeta Luis García Montero, que
siendo bilingüe y teniendo como propia la segunda lengua del mundo,
haya quien quiera rechazarla. No deja de ser un sarcasmo que una
ciudad como Barcelona, capital del mundo editorial en español, y que
ha sido narrada por grandes escritores como Marsé, Laforet, Mendoza,
Goytisolo, Vila-Matas, Ruiz Zafón, Falcones, entre tantos otros,
queden relegados de la cultura catalana por escribir en castellano.
Todo un absurdo en una Barcelona antaño cosmopolita y ahora
provinciana, encerrada con un solo juguete, como reza el título de
la primera novela de Marsé.
A
la larga, este acoso al español contribuirá a un pobre
conocimiento de los clásicos españoles, los autores del 98, la
generación del 27, el Realismo social o los grandes autores actuales
en favor de los admirados Llull, Espriu, Pla, Rosalía de Castro,
Rodoreda, Ferreiro, Llorenç Villalonga, Castelao, Ausiàs March,
Enric Valor, Fuster, Joan Francesc Mira, Aresti o Atxaga entre tantos
autores que configuran la pléyade de las otras lenguas de España.
Aunque mucho me temo que el arrinconamiento de las Humanidades afecte
también a este valioso patrimonio literario. Después de todo, es
evidente que cualquier exclusión lingüística no resulta un
exponente de sensibilidad cultural hacia los valores que encarnan la
diversidad. Pero como dice el refrán “Lo malo que tiene un país
donde el gobierno es débil no es la fuerza de la oposición, sino la
memoria del electorado.” Quizá lo entendiera mejor Salvador Espriu
cuando escribía en su poemario La pell de brau sobre el
crimen de Sepharad “la infinita tristesa del pecat/de la guerra
sense victoria entre germans” de ahí que fuera más necesario el
diálogo entre las culturas peninsulares que las reivindicaciones
políticas. Un tono cívico que llama al respeto y al reconocimiento
de las culturas: “Diversos són els homes i diverses les parles, i
han convingut molts noms a un sol amor.” Qué lejos queda esto.
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