Juan Vicente Yago
No
muestres
talento, que despertarás envidias. No destaques, que te pierdes. No
repliques, que te buscas la ruina. No aportes nada, no colabores, no
ayudes, no exhibas habilidad ninguna, porque no te lo agradecerán,
recelaran intenciones ocultas y es muy posible que, además, utilicen
lo que hayas hecho —señalando errores ficticios, subrayando
negligencias que no lo son, deformándolo todo a conciencia— para
hundirte. Aquí los méritos no valen; sólo cuenta en amigueo, el
amigueteo, el amigorroteo. Observa, inocentón, que los nuevos, en
lugar de poner lo suyo a disposición de la cosa, invierten su
inteligencia y su energía colegueando a todo trapo, forjando lazos
intrascendentes y edificando solidísimos parapetos de frivolidad. El
cotorreo del rato libre, la risotada falsa, el aplauso lagotero, el
acatamiento ciego, la sumisión fingida y hasta el mismo silencio
alcanzan ascensos y consolidan empleos. Cualquier servilismo que
halague la personalidad acomplejada, la inutilidad encubierta del
«jefe». Puede que todavía no hayas encontrado el sitio correcto, y
que tu experiencia no refleje la norma general —yo pienso que sí—,
pero la cuestión es que, ya en tu lugar de trabajo, ya en el de
otros, no has visto nunca una persona de talento que dirija el
cotarro. Lo que sí has visto, y en muy alarmante cantidad, son
camarillas de mediocres —o de completos ineptos— manoseando el
timón, dándole vueltas al buen tuntún o al mal avío de su
cochambroso entendimiento mientras la tripulación, repleta de
individuos válidos pero poco ambiciosos, calla, otorga y soporta en
silencio los bandazos de la incompetencia. Debe ser, por tanto, el
cafeteo, la parola del tiempo muerto, la complicidad en la
estulticia, la simpatía natural que brota entre los tontos lo que
abre las puertas de la integración, la consideración y el trabajo
fijo. Por eso resulta conmovedoramente ingenuo el esfuerzo del recién
llegado. Su exquisita delicadeza, su enorme disponibilidad y sus
continuos ofrecimientos causan hastío a quienes andan ocupadísimos
en amarrar su vulgaridad a la del resto. Hastío en el mejor de los
casos, cuando el nuevo es correntito y pasa desapercibido; porque si
destaca en algo, si posee alguna cualidad —profesional, física, o
las dos— que le dé brillo, es miedo lo que inspira: ese miedo
cerval, ese terror pánico de los que no entienden el progreso como
denuedo propio sino como abajamiento de los demás. Hay que
integrarse como sea en el rebaño, pertenecer cuanto antes a una
camarilla, impersonalizarse —despersonalizarse— para disolverse.
No tener otros principios que los de la mayoría. Los equipos
directivos están repletos de tontos engreídos, de tontos finchados
que se huelgan de ocupar poltrona y dar órdenes; de inlíderes que
conjuran los argumentos del subordinado espetándole un seco, pueril
y bochornosísimo “¡no hables y escucha!”. Es el grito, el
escudo y el refugio del tonto. La dictadura del tonto. Cuántos
atontados llegan al mando. Un fenómeno que podría ser de gran
utilidad si los puestos de mando fuesen almacenes de lastre y
aparcaderos de torpes; pero siendo, como son, todo lo contrario
—puestos de privilegio desde los que obtener para la empresa lo
mejor del talento que atesoran sus miembros—, la estultocracia
viene a resultar calamitosa. La raíz de los males que intoxican a la
España está hundida en el cieno del jefe tonto que todo lo reduce a
su enanismo, su ignorancia, su menopausia, su inestabilidad y su
neurosis. Aquí se padece, más que cualquier otra cosa, el
acomplejamiento y el marrajeo, la suspicacia, la cobardía y el
inmovilismo: el miedo del tonto al inteligente. Pero el jefe tonto,
aunque tonto y jefe, tiene sus límites. El jefe tonto no será nunca
expresión máxima de nada más que del jefe tonto, porque no aprecia
nada fuera de sí mismo. Es el rey —o el esclavo— del monólogo,
del absurdo y de la empanada mental. Un jefe tonto vive feliz con su
limitación, con su tara, con su atrofia y su jefesismo a pesar de
que lo postran, lo incapacitan y lo ridiculizan. Lo malo viene cuando
los impone a su alrededor, cuando trata de reducirlo todo a su
escuchimizamiento. Sólo cabe, ante sus berrinches y sus
despropósitos, poner cara de bobo, de póker, de nada, seguirle la
corriente y burlarse un poco, siempre de rostro para dentro. No debe
pasarse nunca por alto que los jefes tontos tienen los amores propios
más grandes, ni suponer que ignoran su mediocridad. Son jefes que
han alcanzado la jefesez por enchufe, por antigüedad/insistencia o
por pura chiripa, y una vez allí se han acomodado, han visto claro
que no les tosería nadie y han renunciado al engorro de la
superación. Por eso hay tantos establecimientos faltos de un jefe
digno, tantas plantillas admirables dirigidas por un idiota, tantos
talentos cohibidos por un pelagatos. El jefe tonto se acaba creyendo
su propio embuste, la fábula que ha inventado para ocultar y
ocultarse la propia memez; y anda por la empresa, por la oficina, por
el centro aplicando a todo quisque su tiranía paternalista o su
paternalismo tiránico —su complejazo, su arbitrariedad y su
melopea—; y se crece cuando el novato voluntarioso deja que lo
avasalle. Cuidado con el jefe tonto, porque te lo encontrarás donde
menos te lo esperes. Acecha en la sombra como el tío del escobazo en
el tren de la bruja. Es el coco, el desequilibrio, la inquietud, la
carántula escrutadora, el puñetero Damocles blandiendo su tizona
por los pasillos y al pie de las escaleras. No intentes halagarlo
haciendo méritos, porque los echará por tierra para que nada le
haga sombra. El jefe tonto concentra en su magnífico aturdimiento el
infortunio de la oficina, del proyecto, de la entidad y de la
Españona entera. El jefe tonto es un incordio, una lacra, una
desgracia y una boñiga. Donde hay un jefe tonto no crece nada.
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