Susana Gisbert Cuando
era pequeña, veía cada Navidad una película donde una niña
interpretada por una diminuta y deliciosa Natalie Wood se negaba a
creer en Papa Noel hasta que el propio Santa Claus tuvo que ir en
persona a demostrarle su existencia. Año tras año, aquella niña
volvía a las pantallas, junto a otros imprescindibles como Qué
bello es vivir o La gran familia. Junto a estos, otras películas
ofrecían diferentes versiones del Antinavidad, alguien empeñado en
cargarse la Navidad y todo lo que traiga consigo.
Nunca
desde que acabó mi infancia, creí que existiera este Antinavidad
hasta el año pasado, después de esa convulsión que volvió nuestra
vida del revés, y que acabó con la de tantas personas. No hacía
falta la delirante imaginación de ningún guionista hollywoodiense
para imaginar una navidad casi inexistente. No era la Pesadilla antes
de Navidad del cine, sino algo peor precisamente por eso, porque no
era cine, y seguía ahí tras bajar el telón.
Nuestro
particular Grinch llegaba a principios de 2020 en forma de un virus
que representaban como una bolita verde y con ventosas que podía
resultar hasta simpática de haber protagonizado alguna de esas
películas navideñas. Pero nada de eso. Había llegado a
demostrarnos que nuestro mundo es falible, que nada puede darse por
supuesto y que las cosas pueden desaparecer de un día a otro como
por ensalmo.
Pasamos
meses con la esperanza de que aquello acabara pronto y nos
devolvieran nuestras vidas. Nos reímos de que se agotara el papel
higiénico y la levadura pensando que era una locura temporal. Pero
el Grinch había venido para quedarse. Y aunque aquel verano de 2020
lo vivimos con la creencia de que había acabado, todavía quedaba
mucho por sufrir. El Grinch se frotaba las manos porque por fin
podría estropear la Navidad.
Lo
consiguió. A las sillas vacías por las personas que se llevó,
había que sumar las de quienes no podrían juntarse como habían
hecho siempre. Las restricciones nos obligaron a conformarnos con una
versión escuálida de las reuniones familiares, con bares cerrados y
casas donde no podíamos superar la media docena de comensales. A lo
que se añadía el toque de queda, que nos convertía en Cenicientas,
pero sin príncipe ni zapato de cristal.
Este
año parecía que el Grinch no nos amagaría. Pero nos tenía
reservada una sorpresa en forma de enésimo repunte de contagios. Y
el fantasma planea de nuevo.
Ojalá
sea, como han dicho, el principio del fin. Ojalá sea cierto que son
los últimos coletazos. Pero, mientras siga ahí, no olvidemos la
prudencia. Es lo único con lo que este Grinch no puede.
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