Teresa Ortiz Todavía somos muchos los que hemos escuchado a nuestros abuelos historias de rojos y azules, de una guerra que enfrentó a vecinos, familias y amigos. De una transición en la que los españoles demostramos que después de una guerra y una dictadura, salimos adelante con consenso, acuerdos y perdón, siendo los habitantes de nuestro país un ejemplo mundial de concordia y capacidad de mirar hacia el futuro. Este hito histórico se gestó, en gran medida, desde una centralidad política que nos llevó a construir el gran país que es hoy España.
Aún recuerdo cuando mi abuela, proveniente de una familia de izquierda moderada, me contaba como mi bisabuelo, y otros vecinos de la calle Borull de Valencia, impidieron que se quemase la iglesia de San Sebastián. Aunque ateos, ellos no podían permitir que fuera destrozada la cultura de su barrio. Cada vez que paso por allí, no puedo dejar de sentir un gran respeto por mi bisabuelo, al que no tuve la posibilidad de conocer. Mi abuela, que aprendió a escribir a escondidas, fue una mujer luchadora de la época. Ella me enseñó de pequeña que las mayorías aplastantes no eran buenas, tampoco el poder absoluto sin control y me explicó por qué los buenos políticos tenían que ser capaces de llegar a acuerdos. En definitiva, mi abuela me enseñó lo que era verdaderamente el centro político.
En mis años de estudiante, en las clases de política económica, me enseñaron que España era sustancialmente un país de centro, con políticas de centro derecha o centro izquierda, en función del partido que gobernase. Aunque, no fue hasta mis años de estudiante en Francia, país social por naturaleza, cuando pude analizar la verdadera diferencia entre las políticas de derecha y la izquierda. Al principio, yo consideraba que la derecha francesa se parecía más bien a un centro izquierda español, pero en abril de 2002, el país galo se paralizó ante el pase a la segunda vuelta de la extrema derecha francesa. Casi el 17% de votos avalaron el avance de Jean-Marie Le Pen. En plenas manifestaciones por las calles de Nantes, ante lo que considerábamos era una pérdida de las libertades y una posible salida de los acuerdos internacionales que se habían obtenido hasta el momento en Francia, me apercibí de que el voto de los extremos siempre es más fiel porque se mueve por un sentimiento interno y se dirige contra algo o contra alguien.
En muchas ocasiones entender al centro no es fácil, sobre todo cuando se confunden las políticas de derecha o de izquierda con otros sentimientos. Por ejemplo, en territorios con un marcado sentimiento independentista, al centro se le escora sesgadamente a la derecha. Así mismo, algunos medios de comunicación, de clara predilección por algunas siglas, políticos y comportamientos antisistema, ubican el centro a propósito en la derecha o incluso en la derecha extrema, para dejar ese hueco a una izquierda disfrazada de talante dialogante, pero que en el fondo, cuando tiene la ocasión, no duda en pactar gobiernos con terroristas o con los defensores de los que buscan matar a policías en las revueltas urbanas.
En los últimos años el independentismo, la inmigración, la crisis económica y la pandemia mundial en la que nos hemos visto sumidos, nos ha llevado a una polarización de la sociedad y a que los conciudadanos piensen en términos de bandos. Muchas personas caen en la trampa de tener que volver a elegir entre rojos y azules, con el peligro que eso conlleva. Entre todo este revuelo, algunos partidos aprovechan la ocasión para abanderarse como la única solución, aprovechando los extremos que ellos mismos han creado durante años. Estamos hablando de partidos, como el PP y el PSOE, que han acumulado un gran historial de desgobierno y corrupción en la historia de nuestra democracia y que siguen apelando al voto útil, cuando lo útil sería que los ciudadanos les castigasen desde años con todo merecimiento.
El verdadero voto útil es el que ayuda a construir un país en base al diálogo y acuerdos, el que lleva a cabo una labor transformadora para que la sociedad no admita la corrupción como algo natural dentro de la clase política y que la erradica de las instituciones. Durante muchos años los ciudadanos hemos tenido que elegir entre la corrupción del PP o la corrupción del PSOE y sin querer, hemos acabado naturalizando comportamientos fuera de la ley y de cualquier atisbo de ética, considerándolos simplemente errores humanos. Me niego a pensar que si nuestros antepasados fueron capaces de llegar a acuerdos y perdonar desde la centralidad, nosotros no seamos capaces de valorar la verdadera política de centro y su valor. Una política de limpieza, honradez, capacidad de gestión y con buenos servidores públicos. Ese ha sido, es y será el proyecto de Ciudadanos para las instituciones.
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