“Los caminos del Señor son inescrutables”. ¿Quién no ha oído alguna vez esa paráfrasis de un conocido texto paulino?
Quien, estoy seguro, meditaría sobre ella es un venerable anciano, vestido de negro y sentado junto al brasero una tarde cualquiera del otoño de 1834. Tenía 86 años y estaba preparado – era sacerdote – para emprender, sin protestar, el viaje sin retorno, lo que ocurrió el 30 de noviembre del citado año. Su nombre era Pedro Vicente Calvo.
Nacido en Albaida (Valencia) el 9 de abril de 1748, con catorce años marchó a Valencia a estudiar, formándose en una ciudad dividida intelectualmente en ilustrados, en su versión hispana, y ultramontanos, representados principalmente por la Compañía de Jesús. Hábil y perspicaz observador, supo mantenerse equidistante, lo que le granjeó la amistad y estima de José Faustino de Alcedo y Llano, canónigo de la catedral de Valencia, hasta el punto de nombrarlo su albacea. Terminados los estudios eclesiásticos desempeña distintas funciones en la diócesis valentina, entre otras la de Rector de la Academia de Teología Moral en las Escuelas Pías, hasta que en 1786 es nombrado párroco de la iglesia arciprestal de la Asunción de Nuestra Señora en Pego (Alicante), cargo que desempeñará hasta 1791, cuando es nombrado rector de la iglesia de Santa María del Mar en el Grao de Valencia, donde permanecerá once años. Comienza en ese punto y hora una singladura crucial en su vida y una etapa en el Grao y en la ciudad de Valencia cuya repercusión llega hasta nuestros días.
En marzo de 1792 se pone la primera piedra de lo que se esperaba fuera el primer puerto digno de ese nombre en la ciudad de Valencia. El autor del proyecto se llamaba Manuel Mirallas, ingeniero y capitán de fragata, y el lugar Villa Nueva del Grao, cuyo inexistente puerto había sido autorizado un año antes por la Corona a comerciar con América. Hay pues un ambiente cargado de euforia y positividad en la villa fundada por Jaime I en 1249.
El padre Calvo era lo que hoy definimos como un emprendedor, hombre de ideas, pero también de acción. Lo primero que hace al llegar a su nuevo destino es gestionar la construcción de una casa abadía, donde no solamente podía vivir el cura del lugar, sino disponer de las dependencias necesarias para llevar a cabo tareas pastorales. De talante sociable, descubre pronto las fortalezas y debilidades de la población, solicitando en 1795 – repitiéndola en 1798 - a la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia el envío de instructores expertos en un nuevo método de hilado en torno de lino y cáñamo, aduciendo como razón el cuello de botella que para la confección de lonas y velas para la navegación suponía el hilado con rueca, ralentizando la producción de los treinta telares que hay en la villa. Obtiene lo deseado en 1798, robusteciendo una industria local que resulta estratégica para una población – junto con las vecinas partidas del Canyamelar, el Cabanyal y el Cap de França – que vive de la navegación y la pesca.
Al margen de sus actividades pastorales, el Dr. Calvo asesora al mismísimo Antonio José Cavanilles, también clérigo y eminente naturalista, que está recopilando datos físicos, económicos y sociales de las principales localidades del Reino de Valencia para la publicación de su monumental obra “Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del Reyno de Valencia” (1795-1797). Las descripciones relativas al Grao y las citadas partidas limítrofes son obra suya.
Las obras del puerto avanzan, pero sufren dos importantes interrupciones, una en 1800 y otra en 1805, por razones tanto técnicas – el Turia desemboca junto al incipiente embarcadero, cegando demasiadas veces su reducido calado – como económicas.
En 1808 mosén Calvo ya no está al frente de la parroquia del Grao. Ha ascendido en la carrera eclesiástica, desempeñando el rectorado del Seminario de Valencia, siendo también beneficiado de la Seo, pero, entre la Villa Nueva del Grao y él se ha creado una inquebrantable relación que le acompañará el resto de su vida, y que renace con fuerza en el citado año cuando la situación política en España deriva en enfrentamiento armado con la Francia napoleónica.
Los hechos se suceden velocísimos a partir de mayo de ese año. Napoleón desea ocupar y controlar la península ibérica lo antes posible. El 25 de junio de 1808 se presenta en las puertas de la amurallada Valencia el mariscal Moncey con unos nueve mil hombres. La ciudad resiste y el francés se retira, pero ya se han disparado todas las alarmas, preparándose la resistencia ante unos más que probables nuevos ataques.
Una guerra equivale siempre a un ingente y rápido consumo de recursos físicos y económicos para los contendientes y, en aquella, ante la ausencia de gobierno nacional presidido por el rey, que está en Francia, se crean Juntas de patriotas en distintas provincias con fuerzas armadas propias, capitales y otros recursos, siendo agrupadas bajo la tutela de la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino, primero itinerante y, a partir de enero de1810 radicada en Cádiz. En Valencia se crea el 25 de mayo de 1808 la Junta Suprema de Gobierno del Reino de Valencia, presidida por el Capitán General.
La Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino decreta que toda la plata y el oro no imprescindible para el culto se requise de los templos para fundir moneda. Obedeciendo órdenes, el cabildo catedralicio desmonta el suntuoso altar de plata de 1498, lo coloca en cajones y, junto a la monumental Custodia, todos los relicarios e incluso en Santo Cáliz de la Cena, allí custodiado desde 1437, se prepara para ser llevado secretamente a un lugar seguro, nombrándose responsable del traslado al citado canónigo José Faustino de Alcedo y Llano.
Aquí entra en juego de nuevo el padre Calvo, pues sabedor Alcedo del conocimiento y los contactos que aquel tenía en el mundo marinero del Grao (“El perfecto conocimiento que yo tenía de los patrones de barcos del Grao, por haver sido cura de aquella parroquia por espacio de once años me facilitó el prevenir secretamente barcos para quando instara de cerca el peligro” manifiesta Calvo en la crónica de esos viajes. Fuente: Archivo de la Catedral de Valencia, Leg. 42/14, f. 1 v) hace que se le nombre su segundo.
Las fuerzas napoleónicas nunca tuvieron el control marítimo de la península por carecer de Armada, prácticamente destruida por Inglaterra en Trafalgar (1805), por lo que la España patriota disponía de ciertos puertos muy importantes, como Cádiz, Cartagena, Alicante, Valencia hasta 1812 y las islas Baleares.
Es a Mallorca donde se quiere llevar, en marzo de 1809, la plata, el oro y los otros valiosos objetos de la catedral de Valencia, pero, aconsejados por mosén Calvo “por ser entonces el equinoccio, estación mui expuesta a borrascas, y por el temor de dar con algún pirata o corsario al pasar el Golfo, se determinó pasarlos a Alicante, a donde se podían conducir por mar sin perder de vista la costa”. Allí permanecen hasta finales de enero de 1810, cuando el cabildo de la catedral de Valencia, excesivamente confiado, ordena que el cargamento vuelva a la misma. En el ínterin ha fallecido el canónigo Alcedo, quedando Calvo en Alicante como único responsable de ese tesoro.
Apenas se habían desembalado algunas piezas cuando, el 5 de marzo llega el general Suchet al Puig, conminando a las autoridades valencianas a la rendición y enviando parte de sus fuerzas al Grao, ocupándolo el día siguiente, donde permanecerán durante siete días, retirándose después ante la imposibilidad de tomar Valencia. El cabildo, adelantándosele, había ordenado el urgente reembarque del tesoro, pero esta vez con destino a Ibiza vía Denia, nombrándose al chantre Blas Beltrán responsable de la operación, ayudado, igualmente, por el padre Calvo.
Asomando ya las bayonetas francesas por el Canyamelar, salen con buen viento cuatro barcos rumbo a Denia, recalando allí tres de ellos, pero el cuarto - donde va lo más preciado de la carga, custodiada personalmente por los citados responsables - pone proa a Ibiza. En ese barco, comandado por Vicent Iglesies, hombre de absoluta confianza de Calvo, van el Cáliz de la Cena y – aunque no consta en ningún documento – una imagen muy estimada por nuestro hombre: la talla medieval del Cristo del Grao, conocido cariñosamente por los graueros como “El Negret”, llegando sin novedad a Ibiza, donde permanecerá hasta septiembre de 1813, cuando, libre ya Valencia de las tropas napoleónicas, vuelve a su Grao y se reintegre lo que ha quedado de la plata (la mayor parte fue monetizada en Mallorca) junto con el Santo Cáliz de la Cena, a la catedral de Valencia, enviado tres años antes a las Islas Baleares.
Aquel cura que tanto se preocupó por el bienestar material y espiritual de sus feligreses y amigos graueros extendió esos desvelos también a todos los valencianos, por quienes tanto arriesgó en tiempos sumamente difíciles pues, al margen de sus obligaciones clericales que mantuvo hasta 1828 como Rector del Seminario, fue miembro en 1811 de la Junta Suprema de Valencia, así como diputado en las Cortes Españolas en 1813.
Cuando un devoto o una devota se acerque al Camarín del “Negret” en la iglesia de Santa María del Mar en el Grao o a la Capilla de la Catedral de Valencia donde se custodia el Santo Cáliz de la Cena para musitar una plegaria, hará bien en dedicar también un agradecido recuerdo a Pedro Vicente Calvo, el buen cura que transitó, sin dudas ni renuncias, por los caminos que la Providencia le asignó para hacer posible allí, dos siglos después, esa plegaria.
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