Javier Mateo Hidalgo. /EPDA
Como si sufriese de una necrofilia disfrazada, en muchas ocasiones la sociedad ha buscado embalsamar la cultura. No me refiero ya a esa obsesión de los museos por guardar tras vitrinas las distintas piezas artísticas de sus colecciones, despojándoles de su sentido o función originaria para convertirles en meras momias (así, el museo se asemejaría por su color y su fin a una gran nevera, blanca, aséptica y fría). Estoy hablando de dotar a todo lo que rodeó a los grandes artífices de estas obras de un halo divino o aurático. Sólo hace falta viajar a Málaga para encontrar placas conmemorativas de Picasso hasta en el emplazamiento donde se supone que estuvo su guardería. Lo mismo sucede en Aix-en-Provence, donde paradójicamente Cézanne se encuentra omnipresente más de cien años después de su muerte, cuando mientras vivía los lugareños le tacharon poco menos que de loco por su vida solitaria. El estudio del pintor Francis Bacon acabó recreándose meticulosamente, incluyendo cada porción milimétrica de desperdicios que el artista llegaba a acumular en una especie de síndrome de “Diógenes cultural”. Así también sucede por ejemplo en la ciudad andaluza de Ronda con Rilke, donde estuvo en 1913, alojándose en el Hotel Reina Victoria. La habitación donde se hospedaba llegó a convertirse en museo, conservándose el ambiente hasta casi en el líquido del último vaso de café que dejó a medias, como si se tratase de la sangre licuada de San Pantaleón.
Sin duda, de vivir ahora, el poeta checo sería enemigo de todas estas cápsulas del tiempo que buscan la conservación de la belleza. Como los supuestos difuntos de los relatos de Poe, a camino entre la muerte y la catalepsia, y las mansiones que habitaron, salvaguardados por quienes les amaron, poblándolos de telarañas y de un ambiente enrarecido (la casa Usher, sin ir más lejos). El extraño caso del señor Valdemar es el más paradigmático de estos ejemplos, pues el personaje que lo protagoniza decidirá experimentar consigo mismo practicando el mesmerismo (es decir, desafiar a la muerte mediante la hipnosis). Pues bien, la belleza como tantas cosas es efímera y debería dejarse que se descompusiera, evitando así alterar las normas esenciales de la naturaleza. Una belleza largamente sostenida puede ser igual de terrible que una fealdad excesiva. ¿No fueron los románticos quienes descubrieron lo hermoso de las ruinas, a camino de lo que fue y lo que ya no es?
En torno a todo esto, me ha venido a la mente una anécdota en torno al citado Rilke, que escuché contar a mi admirada Mercedes Replinger. Se refería a cuando el escritor residió como huésped en el Palais Lanckoroński de Viena, gracias a la amistad que mantenía con su dueña, Małgorzata. Desde joven, Rilke había vivido bajo la protección de mujeres ricas a las que iba enamorando. En calidad de huésped (o de gigoló, según se mire), concibió algunos de sus más bellos poemas. Lo curioso de aquel espacio fue el influjo que tuvo sobre el autor, otorgándole ciertos dones proféticos. Era como si, al escribir entre aquellas paredes, se hubiese anticipado a la destrucción que la II Guerra Mundial traería consigo. En el tiempo de opulencia en que vivió, Rilke pensó que aquella belleza no podía durar demasiado tiempo. En efecto, cuando los nazis llegaron al poder anexionando Austria con Alemania, el palacio fue confiscado y posteriormente saqueado e incendiado. A parte de los objetos que pudieron ser rescatados, de la existencia del edificio sólo nos quedan pinturas e imágenes fotográficas. Ahora, en su lugar, se erige un moderno edificio transparente de Motorola. Un final y un presente muy simbólicos.
Como dijo Adorno, en esa frase tantas veces manida (y con ésta una más), tras Auschwitz no podía concebirse la poesía. Los elegantes valses de Strauss, las frívolas operetas de Lehár, el erotismo de las pinturas de Klimt, el hedonismo de Rilke y la opulencia de las edificaciones burguesas como la de este palacio, habían dado paso a otra realidad oscura y carente de adornos. No cabían ya invenciones y neobarrocos; el goce de los sentidos había dejado de ocupar un primer plano. El reverso de la moneda del ser humano había mostrado su cara, la que oculta la luminosidad de la luna. El Ángels Novus pintado por Klee que advertía al ser humano de los errores que podía cometer, era a su vez arrastrado por el viento inevitable del destino, en palabras de Walter Benjamin. Tras el vendaval, se había convertido ahora en ese otro ángel ideado por el cineasta Wim Wenders en El cielo sobre Berlín, que observaba desde lo alto de un edificio las ruinas de lo que fue el Alexanderplatz berlinés. “¿Quién me escucharía entre las cohortes de ángeles, si grito?”, se pregunta Rilke en su primer poema de las Elegías de Duino, y añade: “¿De quién podemos valernos?”. La respuesta resultará un sonoro portazo al idealismo del s. XX: “No de ángeles ni de hombres”.
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