Sin duda, en un día como hoy, algún rincón de este Periódico diría que Benavites encaraba el último fin de semana de sus fiestas patronales. Pero, este 2020 no va a ser así. La situación que vivimos desde el mes de marzo (aunque debería haber sido desde febrero), nos ha llevado a alterar nuestra vida de una forma que, hace unos meses, hubiésemos visto como exagerada en cualquier guion del cine.
Quedarnos sin fiestas es malo, porque somos fans incondicionales de nuestras costumbres, nuestras tradiciones y nuestro arraigo. Pero las fiestas, o lo que debería haberlo sido, pasarán y seguiremos con una vida muy alejada de la normalidad (por mucho que alguien haya querido darle ese nombre, intentando disimular no sé muy bien el qué).
El pasado domingo, en la celebración de la Misa en honor a Sant Pau (el único acto que se ha podido celebrar, hasta el momento, de los que había programados) me pareció que actuamos como auténticos hombres-bomba con escrúpulos. Nos da miedo acercarnos, tocarnos, o incluso hablar en las distancias cortas, como si todos nos hubiésemos convertido, repentinamente, en sospechosos conscientes de nuestra peligrosidad.
No digo que no sea necesario, ni que no lo estemos haciendo bien. Para eso están los expertos que son quien debe delimitar cuales son las condiciones en que podemos convivir. Nuestra obligación es respetar y cumplir sus recomendaciones, pero eso no es óbice para que no nos guste. Al fin y al cabo, somos mediterráneos: somos de tocar, de compartir y de estar cerca. Nos cuesta, y se nota, no poder darnos un abrazo, dos besos o un apretón de manos.
Alguien dijo que el covid-19 venía para quedarse. Otros, que no. A estas horas, lo único cierto es que sigue compartiendo espacio con nosotros y dejando una huella en la sociedad que solo los optimistas pueden pensar que tardaremos años en borrar. Probablemente, no la borraremos nunca, aunque lleguemos a creer que sí. Cambiaremos nuestra forma de hacer las cosas, y llegará el día en que estaremos convencidos de haberlas hecho siempre así. Como en cualquier otra crisis, adaptaremos nuestras costumbres, nuestros recursos y, sobre todo, nuestros miedos, por pura supervivencia.
Tenemos una capacidad de adaptación al entorno y a sus circunstancias que nos ha permitido sobrevivir durante siglos como dueños y señores invencibles del medio que nos rodea. Pero un virus, diminuto e invisible, nos ha roto todos los paradigmas. Quizá porque no éramos tan invencibles como pensamos, quizá porque nunca fuimos dueños de nuestro entorno. Quienes esperen que el verano de 2021 será igual al de 2019, tienen, por delante, doce meses de larga espera para confirmarlo o hacerse el ánimo de que ya nunca volverán a serlo. Quienes pretendan una normalidad igual a la del pasado año, probablemente vivan en la utopía de haberlo conseguido cuando se acostumbren a los nuevos parámetros. Quienes hoy soñamos con esos abrazos, seguro que aún deberemos esperar mucho tiempo para darlos o recibirlos. Pero, por favor, que pase pronto, porque somos de tocar.
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