Juan Vicente Yago Escribir a mano es bueno. Escribir a mano conecta más
neuronas que aporrear una pantalla. Escribir a mano es la mejor manera de
moldear el intelecto. Hay pruebas científicas recientes y fehacientes.
Así que ha
llegado el momento de incluir la escritura manual entre las novedades
pedagógicas, de volver a la caligrafía como vehículo de aprendizaje, de aceptar
que no todo es electrónico en la revolución de la enseñanza, de darnos cuenta
de que resultaría muy innovador, por ejemplo, pedir al próximo gobierno
valenciano que los alumnos de lengua y literatura trabajasen esta materia
utilizando una pluma estilográfica.
Sería, seguro, una experiencia singular
para ellos. Notarían cómo baja la tinta por el plumín; la sentirían transferirse
al papel; percibirían el flujo del pensamiento y lo verían plasmado en la estampa
traslúcida e inimitable que produce la pluma.
El tempo de la caligrafía, la
cadencia pausada y relajante que necesita supondría también un excelente antídoto
contra el atolondramiento, la precipitación y el nerviosismo que los niños
adquieren a diario en la vorágine de los videojuegos, en la histeria de los
dibujos animados y en el pandemónium de la vida paterna. Escribir con pluma
exige reposo, autocontrol y perfeccionismo, una verdadera terapia para los
estudiantes contemporáneos y un vehículo inmejorable para embaular
conocimientos. Descubrirían con más intensidad que nunca la satisfacción del
propio manuscrito; verían, mejor que de ninguna otra manera, el reflejo de su carácter
en los trazos personalísimos de su letra; reaprenderían a escribir.
La pluma,
utensilio tradicional, puede revelarse como instrumento innovador donde los
haya; ser un portillo a la calma en medio del exceso de materias, de la prisa
tonta de las programaciones y del adocenamiento de los profesores. Hay un
ordenancismo estúpido en las administraciones educativas, una exigencia desmedida
e inexplicable de papeleo inútil, un lastre burocrático que arrastra los
colegios por la pendiente de la catatonía.
Un disparate y una intoxicación que
podrían empezar a paliarse, aunque sólo fuese durante la clase de lengua, con la
purga de la escritura manual; con el sosiego, la consciencia, la verdad y la
catarsis de la pluma estilográfica.
Recomendarla sería proporcionar a los
alumnos un extractor de personalidad, una fuente de autoestima, un elevador del
espíritu. Basta considerar el asunto desde una perspectiva equilibrada, sin
prejuicios ideológicos ni snobismo chabacano, para convencerse de que no hay
objeción posible: regresar a la pluma estilográfica sería el último grito de la
innovación docente.
*Puedes contactar con Juan Vicente Yago escribiendo a su correo electrónico: juviyama@hotmail.com
Comparte la noticia
Categorías de la noticia