José Manuel Murgui García. / Archivo JSM
Una de las piezas de artesanía. / Archivo JSM
Bolso hecho a mano. / Archivo JSMLa familia: Agustín Murgui Rocher, viudo de
Margarita Muñoz Murgui, se casa en segundas nupcias con María García
Murgui, el día tres de marzo de 1905, a los treinta y seis años de edad,
que era hijo legítimo de Gerónimo Murgui Murgui y María Rocher Murgui.
María García Murgui, tenía veintidós años de edad y era hija de
Francisco García Murgui y de Manuela Murgui Asensi, ambos difuntos.
Según su partida de boda, se lee que fueron dispensados en tercer grado
de consanguinidad y tercero de afinidad y dispensadas también las tres
canónicas moniciones. Don Juan Bautista Ferrer Dasí, Cura regente
expresa: “Celebre misa, los velé y conferí la bendición nupcial, según
rito de nuestra Santa madre Iglesia. Testigos Juan Manuel Murgui Rocher,
viudo y Francisco Muñoz Latorre, casado, ambos vecinos de esta
parroquia.
Gerónimo Murgui Murgui, era hijo de Blas Murgui Feltrer y de Justa
Murgui Rubio; María Rocher Murgui, era hija de Juan Bautista Rocher y
Visiedo y Andrea Murgui Muñoz. Del primer matrimonio de Agustín con
Margarita, nacieron tres hijos: Lamberta, José y Agustín Murgui Muñoz.
Del matrimonio de Agustín con María, nacieron dos hijos: María y José
Manuel Murgui García.
El perfil: José Manuel vino al mundo el día 20 de
enero del año 1914 siendo el segundo hijo y primer varón, que colmó el
gozo de su joven madre María, hija del que fue primer Alcalde
Constitucional de Casinos, y de su esposo Agustín. Desde muy pequeño ya
demostró sus habilidades manuales, propias de un joven inteligente que
con estudios básicos, sabía del trabajo agrícola, de la especialización
en labores del campo, o de la construcción.
Fue el primer bodeguero de la Cooperativa Vinícola Santa Bárbara,
cuando empezó a partir de 1952 a elaborar nuestros gloriosos vinos,
igual participaba en la elaboración que en la venta al por menor.
Posteriormente, empleado, trabajador del Ayuntamiento de Casinos
desempeñando hasta su jubilación las labores de vigilante nocturno, o
“Sereno”, enterrador, a la vez que tenía que atender, junto a José María
Llorens y Juan José, el cuidado del agua de la cisterna pública en la
Calle Santísima Trinidad, el pozo de la calle san Joaquín, como el
decoro y limpieza de la plaza los sábados por la tarde y fiestas de
guardar, barriendo con grandes escobas y regando con metálicos pozales,
aquella plaza de tierra, presidida por la fuente de Felipe Vengut y
perpetrada por cuatro altos pilones, los correspondientes bancos y los
árboles frondosos que daban sombra desde la primavera hasta la caída de
las amarillentas hojas.
Todos estos trabajos quedaron reducidos a la nada en el momento de su
jubilación. La edad llega, los días pasan, atrás quedaron los vehículos
que fueron sus compañeros de viaje, una bicicleta, una moto, y al final
un Renault-4. En un armario quedó colgada su impecable escopeta de
caza, o la manta a cuadros, su fiel compañera de las noches de frío,
cuando acompañado del tío Juanito, pasaban las noches en vela, paseando
las calles de Casinos, y velando por la seguridad de los vecinos. Todos
los argumentos, vanidades, lecciones de historia, quedan sepultadas en
la mente y poco a poco pasan a ser olvido de los protagonistas y de sus
sucesores. El olvido es tan fugaz, como la velocidad de la luz.
Su obra: La mente humana es capaz de reinventarse.
Esa palabra que tan de moda esta en estos tiempos, en los que nada es
como antes. José Manuel, así lo hizo en el final de la década de los
ochenta y noventa. El conocía el campo, conocía muchos secretos de la
tierra. Sabía del trabajo agrícola y del manual.
Por razones de vecindad fueron muchas horas las que tuve la
oportunidad desde niño, de convivir con él y su familia. Cuando yo era
pequeño, con cañas y pasta de harina, ya me fabricaba el “cachirulo”,
aquella cometa hexagonal, hecha de papel plegado, con una cola de hilo y
ordenados papeles de colores para volarla al cielo, el día de pascua
en la Casa de campo o Cerveret. También sabía hacer filigranas con
tapones de corcho y cañas secas. Las cortinas para la puerta, con
tapones cosidas a la perfección con hilo de palomar, eran su manualidad
en horas libres. Aunque eso siempre quedará en un segundo plano, en el
del recuerdo, al no tener constancia gráfica de aquellos juguetes y
enseres, divertidos, rústicos y caseros.
Él se tomó en serio su trabajo, la última parte de su vida, la
dedicó a acariciar el esparto, la rafia, o el hilo de pita. De las
piedras de las montañas, con sus manos, arrancaba el esparto, lo ponía a
remojo, lo picaba y lo moldeaba, para después mimarlo, tejerlo, y de
forma perfecta transformarlo en una obra de arte, con el sello propio
de su manual menestralía.
Se pueden contar por cientos los capazos de esparto de todos los
tamaños. Desde los adecuados para labores del campo, hasta las
miniaturas para adornar cualquier rincón o decorar con algún motivo.
Cestas para poner los ovillos de lana y facilitar la costura. Bolsos
para ir al campo a tomar la comida o merienda; posa platos, posa
paellas; bandejas para llevar a bendecir el “pa de sant Blai”;
caracoleras, más conocidas como “serpelleras” de esparto; cientos de
alpargatas de todos los números, desde un centímetro de largo, hasta
para los que calzan un pie del cuarenta y tres o cuarenta y cuatro.
Todos estos artículos en mi modesta opinión son dignos de ser
presentados al Guinness World Records.
Entre colores dejó su nombre impreso en los ajuares de rafia o de
pita, sus iniciales en las alfombras que custodian las puertas de las
casas y su ingenio era tan productivo, que de sus manos salieron barcos
que bien podían inspirar a cualquier naviera, cálices, custodias y
motivos de alabanza al Santísimo Sacramento; bolsos de última moda, que
puedes encontrar a elevados precios en escaparates de la pitiusa Ibiza,
o la cosmopolita ciudad de Benidorm.
Así invirtió el tiempo los últimos años que pudo vivir entre
nosotros José Manuel. Hombre ilustrado de su tiempo, fue Clavario del
Santísimo Cristo de la Paz en 1936, volviendo a serlo en el año 1939,
para refundar aquella desaparecida Cofradía. Fue testigo de cómo se
convenció Juan José Rocher y a su esposa Pilar Suesta para que
sufragaran la imagen del Santísimo Cristo de la Paz, en acción de
gracias por su hijo Juan Bautista; el acompañó la imagen cuando hizo el
trayecto el desde el taller valenciano de Antonio Sanjuan, hasta
Casinos, en el camión del “Tío Royo”; contaba con todo lujo de detalles,
el recibimiento de la sagrada imagen, tapada con una sábana, en la
ermita de San Roque, la llegada a la casa de la calle Mayor, el
traslado con cohetes el día tres de diciembre, dese esa casa hasta la
Iglesia… sus historias estaban llenas de verdad, sus palabras no
escondían mentiras.
Sus horas las marcaban sus manos con la cuerda y el esparto, su ideal
era obsequiar a quien disfrutaba de su trabajo, a quien hasta él se
acercaba a contemplar sus diseños, por eso sus obras, nos recuerdan su
paso por este mundo hasta el final de sus días.
Hasta la eternidad: Gran devoto de la Virgen de la
Cueva santa, unos azulejos, posiblemente del sigo XIX, han adornado la
entrada de su casa durante toda una vida que compartió con su esposa
Teresa, con sus hijos María Teresa y José Manuel, sus nietas… En el
año 1999, un cuatro de septiembre cerró sus ojos para siempre. Solo
faltan cuatro días para celebrar esa fiesta entrañable de la que tanto
gustó, tantas veces visitó en aquel santuario de Altura, pero su hora,
su día, su momento estaba marcado en ese final de varano, que disfruto
tejiendo esparto a la puerta de su casa.
Su legado quedó guardado entre polvorientas cuerdas, sus capazos
siguen abrazando la leña que arde en la chimenea, los bolsos camperos, o
de compra siguen paseando y viendo la luz solar, mientras el recuerdo
de un artesano, de un hombre que supo vivir intensamente se pierde entre
la nebulosa de la historia.
¡Cuánta artesanía queda guardada en la memoria! ¡Que grandes son los
hombres y mujeres que dejan legados irremplazables e insustituibles,
porque su mente expresa el poder, la sabiduría y el amor que derrocha su
alma!
Gracias José Manuel, gracias a su hija María Teresa y a Felipe, que
han hecho posible que el arte del esparto se escriba con letras
mayúsculas.
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